20 de noviembre de 2019

Fuego amigo

Cuando los encargados de cuidarte se convierten en la principal amenaza de tu vida.


Por Daniel Péndola | Comienzan a sonar los estruendos. El auto, en pleno movimiento, recibe los primeros impactos. Los pasajeros, desconcertados y cubriéndose las cabezas, no entienden qué es lo que está ocurriendo. El conductor, abrumado por la circunstancia, observa por el espejo retrovisor: es la policía, que dispara sin cesar. ¿Acelerar o detenerse? Esa era la cuestión. Pero cuando quisieron darse cuenta ya era muy tarde. Los parabrisas ya habían sido perforados y uno de los proyectiles había encontrado su destino en la espalda de uno de ellos.

— No me morí de pedo. Perdí sangre a lo pavo y siempre consciente estuve —recuerda Gustavo—. Nosotros éramos pibes que no teníamos nada que ver. Veníamos de ver una película de la casa de un amigo, ¿podes creer? Y después el patrullero llevándome de urgencia al hospital…

La bala atravesó su espalda, llegó a su intestino grueso y acabó en tres operaciones en tres días. Esa noche, Gustavo perdió la movilidad en sus piernas. Esa noche se convirtió, como tantas otras personas, en una nueva víctima de gatillo fácil. ¿Cómo es posible que los encargados de cuidarlo se hayan transformado en la principal amenaza de su vida?


Gustavo Pavlotsky, de 45 años, trabaja en un kiosco ubicado en el centro de Morón de la Provincia de Buenos Aires, a tan solo una cuadra de la estación del ferrocarril Sarmiento. Con una simpatía y una amabilidad inigualable, atiende todos los días de 09 a 19 horas, aunque este año recortó su horario laboral por problemas de salud.

— Me bajaron las defensas y me agarró gastroenteritis viral. Le agarra a todo el mundo, son tres o cuatro días que estás mal. Pero se me fue la bacteria a la sangre y me agarró el riñón.

Gustavo pensó que no le sucedía nada fuera de lo común. Había ido a trabajar como de costumbre, hasta que en su viaje de regreso sufrió una descompensación que lo llevó a vomitar en medio del andén de la estación de San Antonio de Padua. Aguardó unos segundos, recuperó un poco la estabilidad y tomó coraje para trasladarse en su silla de ruedas y recorrer las ocho cuadras que lo distanciaban de su casa. Él vive solo, pero esta vez se vio obligado a pedirle a uno de sus seis hermanos que lo acompañe y asista durante la noche.

Al día siguiente lo visitó un médico, quien le diagnosticó gastroenteritis viral y le sugirió que se quedara tranquilo. Empezó a sentirse mejor, a pesar de que le dolía la cabeza. Pero al cuarto día no aguantó más y decidió ir al Hospital San Juan de Dios, de la localidad bonaerense de Ramos Mejía, ya que allí se encuentra su médica de confianza.

— Mi doctora es mi segunda mamá. Fui ahí y cuando me hicieron el análisis de sangre saltó que estaba para trasplante. Me vino a ver la nefróloga. “Ya internate, diálisis y transplante”, me dijo. El susto que me pegué… Me cambia la vida rotundamente —pensó—. Por suerte en cuatro días se acomodó, estuve internado ahí. Después me derivaron a mi casa. Lo salvé.

Este inconveniente podría sumarse a uno más de las 14 operaciones que Gustavo tuvo que sobrepasar y no tiene comparación en lo más mínimo con el disgusto que enfrentó aquella noche de 1988, que pasó de ser una salida de amigos a terminar internado en el hospital con una bala incrustada en su espalda.

Jamás imaginó que pasaría el resto de su vida sin poder caminar, pero tampoco significó un estorbo para poder continuar. Si hay algo que lo caracteriza es no bajar los brazos y seguir adelante, siempre y cuando la salud se lo permita, ya que no le agrada mostrarse dolorido.

— Me cuesta mucho que me vean mal, no me gusta, le esquivo a eso. Porque todo el mundo siempre me ve pila y cuando estoy mal me cambia la cara, se me nota todo.


Ocho días antes del desencuentro con la Policía Bonaerense, Gustavo había cumplido 16 años. En su pequeña y acogedora casa suena “Celebration”, el clásico ochentoso de Kool & The Gang, mientras que en su dormitorio se encuentra encendida una televisión que transmite el noticiero de un canal deportivo. El fútbol es una de sus grandes pasiones. Jugaba en el Club Atlético Ferrocarril Midland, un equipo de la Primera C del fútbol argentino. Aún conserva la camiseta con su nombre en un cuadro gigante colgado en una de las paredes de su living.

— Gustavo era un chico re activo, jugaba al fútbol. De repente verlo así me impactó. Ahora no lo podría ver de otra manera —reconoce su hermana Débora, quien tenía apenas 9 años cuando se enteró del infortunio de su hermano—. Yo llegaba de un viaje, así que me enteré como 15 días después. Al día siguiente fuimos a verlo con mi papá y después me agarraron vómitos y me tuvieron que internar a mí. Así que él estaba internado y yo también.

Al igual que el resto de su familia, Débora se sintió desconcertada. Le costó asimilar esta nueva etapa de Gustavo. Nadie nace sabiendo cómo tratar con una persona discapacitada de un día para el otro. Sin embargo, el ímpetu de su hermano logró vencer aquel declive con su intachable espíritu de lucha y todos sus seres queridos fueron aprendiendo sobre la marcha.

— Estuvo mal el primer tiempo que lo habían baleado, pero al tocar fondo revivió con mucha fuerza.
 
Otra de las personas que tuvo que aprender a acompañar a Gustavo en su nueva etapa fue Karina, su amiga y ex profesora de gimnasia, quien lo conoció por medio de un compañero del gimnasio hace más de 25 años.

— Fue algo nuevo para mí porque era la primera vez que yo trabajaba con una persona que tenía esta capacidad diferente —recuerda Karina.

Para ella fue toda una novedad. Había trabajado con personas ciegas y de visión reducida, pero no con un caso similar al de Gustavo. Incluso llegó a generarle una enorme confusión, ya que al ser una persona tan independiente, ella olvidaba por momentos con quien estaba tratando. La situación se le iba de las manos.

— Me costó a mí darme cuenta de eso porque el espíritu y la forma de ser de él es tan autosuficiente que de repente yo tenía que parar y decir: “No, pará, este chabón no puede caminar”. Parece una broma lo que digo, pero es así.

Karina y Gustavo ya no trabajan juntos, pero continúan en contacto. Ella lo considera un hermano, remarca su inmensa fuerza de voluntad y destaca como trascendió su discapacidad con el correr del tiempo.

— Cuando estoy en alguna circunstancia que me cuesta arrancar, siempre pienso en él y me callo la boca, me levanto y hago —concluye.


Antes de atender en el kiosco, Gustavo trabajó en un hogar para niños de Moreno, Provincia de Buenos Aires, que se especializaba en violencia familiar. Allí llegó tras ser contactado por una amiga psicóloga, quien le había preguntado si se animaba a dar apoyo escolar.

Años atrás, él había comenzado a estudiar magisterio. Su sueño era ser docente, pero dejó la carrera porque terminó aburriéndose por la falta de prácticas. Y si bien la propuesta de su amiga resultó ideal para cumplir con sus metas pedagógicas, nunca pensó que trabajaría en un hogar y, mucho menos, conocer las terribles historias de vida que circulaban allí.

— Los hogares que son así de reservados no tienen gente solo de la zona, viene gente de Temperley, del interior del país, que deben estar alejados de la persona que es violenta. No pueden estar cerca porque si las encuentran es un problemón, siempre se trata de que estén alejados —explica Gustavo.
 
Aquel refugio recibía madres que debían permanecer incomunicadas. Ni siquiera podían hablar con sus parientes. Venían de atravesar una situación extrema, que no era tan solo un hecho de violencia aislado, sino un proceso de años de sometimiento que ponía en riesgo tanto su vida como la de sus hijos e hijas.

¿El lugar? Todo tapiado. ¿La comida? Una miseria. Así trabajó Gustavo durante seis años. Cargaba con dos bebés en brazo y a la vez les enseñaba las tablas de multiplicar a los niños de nivel primario, mientras que debía levantar la voz para detener a algún revoltoso que pasaba a las corridas. Así como su familia aprendió a acompañarlo en sus primeros días en silla de ruedas, él debió aprender sobre la marcha a cómo tratar con los pequeños.

— Llegué a tener 30 nenes de todas las edades, hasta que me pusieron una chica que era profesora de educación física y ahí entre los dos lo empezamos a manejar. Pero laburé solo.

Varias de las madres que conoció Gustavo durante el período que trabajó en el hogar aún siguen en contacto con él. Y si bien reciben una casa por parte del Estado para poder rehacer sus vidas, muchas de ellas quedan a la deriva por la falta de acompañamiento a la hora de reinsertarse en la sociedad.

— Algunas salen adelante, pero otras, con tres o cuatro pibes que no tienen para comer, caen en la droga y la prostitución. Es muy difícil la situación. Hay que apoyar también esa situación externa.


Ya pasaron casi 30 años del incidente con la policía. Gustavo tenía 16 años recién cumplidos, era jugador de fútbol y había salido de ver una película con amigos, hasta que un grupo de uniformados, en lugar de cumplir con su deber, comenzaron a disparar sin cesar contra el auto en que se transportaba.

Fue atendido de urgencia en la guardia del Hospital Municipal Eva Perón de Merlo por un impacto recibido en su espalda, pero la bala ya no se encontraba incrustada en su cuerpo. Desapareció por arte de magia, evidenciando, como en tantas otras ocasiones, la impunidad con la que cuentan las fuerzas de seguridad en el conurbano bonaerense, quienes jamás fueron identificados ni juzgados por este caso.

La historia de Gustavo es un ejemplo de autosuperación y perseverancia, pero sobre todo de consciencia social, porque a pesar de haber sufrido los desmanes de la injusticia, continuó con su vida y le tendió su mano a un sector postergado de la sociedad. No solo sobrepasó más 14 operaciones, sino que se dedicó a cuidar bebés, enseñar a niños y niñas, y acompañar a decenas de mujeres violentadas. Y hoy, la puede contar.

  • El incidente de Gustavo ocurrió el 21 de enero de 1988. Según datos de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), aquel año se registraron 23 casos de gatillo fácil, aunque advierten que la información disponible de los años 80 es incompleta, ya que los registros “sin datos” son anteriores a 1990.

    La organización revela que 6564 personas fueron asesinadas por las fuerzas de seguridad del estado desde 1983 hasta febrero de 2019, de las cuales el 38,3% del total circulaban por un barrio, un 42,1% eran jóvenes de 15 a 25 años y un 51,49% tuvo lugar en la provincia de Buenos Aires, tal y como le sucedió a Gustavo.

12 de octubre de 2018

La batalla cultural de las hinchadas antifascistas

Nace un proyecto que busca hacer frente a la violencia en el fútbol desde las bases y en la vereda de enfrente del empresariado.


Por Daniel Péndola | La agresión, el racismo, el machismo y la homofobia son moneda corriente durante los partidos de fútbol, debido a que los cantos discriminatorios están totalmente naturalizados y, en medio de la efervescente pasión que significa ir a la cancha, el público es capaz de soltar una innumerable catarata de insultos sin tener consciencia de sus expresiones.

Si bien Argentina no es el caso, el neofascismo pisa fuerte en los clubes de Europa, al punto de que los grupos denominados “ultras” son capaces de atacar a sus propios jugadores por su país de origen o su color de piel e incluso llegan a desplegar banderas con simbología nazi.

Sin embargo, las hinchadas antifascistas de izquierda han salido al cruce de dichas barrabravas, como el caso del St. Pauli de Alemania o el Rato Vallecano de España, o el Sporting Lisboa de Portugal, donde por un lado tienen en las gradas al Grupo 1143, de extrema derecha, y por el otro a la Torcida Verde, de tinte progresista.

Hasta el momento, Argentina afortunadamente no cuenta con fanáticos identificados con el fascismo y desde las instituciones transmiten mensajes en contra de la discriminación. De hecho, los árbitros detienen el partido cuando comienzan a escucharse cantos racistas, pero aún así no es suficiente para erradicar esta problemática, puesto que la cultura está inmaculada y difícilmente pueda revertirse si el cambio no se produce desde lo colectivo.

Y como no es suficiente, los movimientos “antifa” comenzaron a marcar presencia tanto en los estadios como en los barrios de la Ciudad y del Gran Buenos Aires, con el fin de pregonar un fútbol sin violencia y de respeto por el rival, y también de cuestionar al sistema que condiciona el futuro de los clubes.

En una entrevista con Letra E, la agrupación Bicho Antifascista cuenta que su proyecto comenzó formalmente hace pocos meses en el barrio de La Paternal y entre sus actividades se encuentran entregas de panfletos, calcos y la presencia de banderas durante los partidos de local, con consignas en contra del fascismo y diversas causas sociales.

“Ahora estamos preparando para el próximo partido como título que ‘Argentina no fue descubierta, fue saqueada’, donde damos nuestro punto de vista de que hoy los conquistadores son el FMI o el G20”, explican.

También señalan con gran preocupación la posible instalación de las sociedades anónimas deportivas que pretenden desde el Gobierno Nacional. “Estamos en contra del fútbol moderno, del capitalismo dentro de este hermoso deporte. Los clubes pasarían a ser empresas y los socios no tendrían voz ni voto”, remarcan acerca del modelo de las SAD, que viene fracasando en Europa desde la década del 90.

Soñar no cuesta nada

A pesar de que la violencia, el machismo y la xenofobia se pueden percibir en las tribunas y su existencia parece estar lejos de ser contrarrestada, los antifascistas tratan de informar y comunicar que hay otra forma de disfrutar del fútbol sin discriminación, ya sea por género, color de piel o inclinación sexual.

Argentina es un país ejemplar en el mundo en cuanto a materia de Derechos Humanos gracias a la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo y ante el advenimiento de la derecha en el mundo, que se profundiza y condiciona al país con la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos y la reciente victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, resulta fundamental hacer frente a este fenómeno y más aún si se combate desde adentro.

La batalla cultural que iniciaron las agrupaciones antifascistas son el punta pie para modificar los hábitos y costumbres que se tienen en las tribunas, visibilizar la discriminación que se ha naturalizado en el inconsciente colectivo y posicionarse también en contra de un sistema político que pretende vender los clubes a empresarios que lejos están de representar los intereses de los socios.

13 de agosto de 2018

Más invisibles que nunca

El peso seguirá devaluándose, los alimentos subirán de precio y los servicios aumentarán ininterrumpidamente, siempre y cuando los medios continúen marcándonos la agenda de preocupaciones.


Por Daniel Péndola | “Pelearte con tus amigos/as, conocidos/as, familia, cagarte de frío dos noches que te pasaste en la calle, para que vengan a decirte que el feminismo es una moda”. Así relata un tweet que leí anoche y no dejó de darme vueltas en la cabeza de que algo andaba mal.

La joven que escribió no es el problema y mucho menos sus parientes. Unos pensarán: “que intolerantes son las feminazis”, por su manera de reaccionar, y otros que la intransigencia proviene de quienes la rodean, ya que descalifican al movimiento feminista como si se tratara de una tendencia pasajera, lo cual no es verdad.

El problema ocurre cuando la agenda está impuesta por intereses que no somos capaces de percibir, porque están inmaculados por el sentido común y que tienen como objetivo principal dividir a la sociedad para que el poder haga de las suyas de manera inadvertida.

Entonces, es menester aclarar lo siguiente: la Iglesia no devalúa el peso; las feministas no duplican el precio de los alimentos; los villeros no fugan divisas al exterior; los extranjeros no aumentan el costo de los servicios públicos.

¿Por qué es necesario aclararlo? Porque los medios se han encargado de invisibilizar al enemigo para que no podamos identificarlo, estableciendo una agenda de preocupaciones que nos alejan del bien común.

Si bien la Intervención Voluntaria del Embarazo y la separación del Estado de la Iglesia son causas a las que suscribo, es imposible alcanzar la hegemonía si no soy capaz de entender las razones de los demás, es decir, si no comprendo que Argentina que está conformada en su mayor parte por católicos.

La ley será. Los conservadores deberán entender en algún momento el cambio de época. Pero mientras tanto, como carecemos de madurez histórica, el conglomerado empresarial-mediático aprovechó la oportunidad para agitar los trapos con sus operadores de turno y así dividir al país. No es accidental que Catherine Fulop se coloque un pañuelo durante un programa en prime time.
  
La grieta fue, es y será siempre la misma: de un lado la clase trabajadora, con todas las diferencias que puedan tener quienes la integran, y del otro la clase dominante, que a partir de diciembre de 2015 administra el Estado con la complicidad de los medios hegemónicos. Si nos seguimos prestando al circo, esto continuará.

14 de abril de 2018

Crónica de una compra turbia

¿Qué puede salir mal en un negocio con las persianas bajas que no acepta débito?


Por Daniel Péndola | A principios de mes, mi mamá comenzó a tener graves problemas con su celular. El viejo Samsung Galaxy ya no daba más. Su batería se descargaba fácilmente, las llamadas no le sonaban y ya ni se podía presionar una tecla tranquilamente, al punto de que llegó a escribirme pensando que era su amiga. Se dio cuenta de que era yo cuando le respondí que no tenía idea de que eran los tonos de Garnier.

Por esta razón, el lunes pasado averigüe por Internet cuál sería el mejor teléfono para ella, teniendo en cuenta que no usa muchas aplicaciones, ya que sus intereses se limitan a usar Whatsapp y ocasionalmente Instagram para publicar algo relacionado con comida.

Tras una encuesta que publiqué en Twitter, un seguidor me recomendó comprar un Xiaomi, dado que es una marca China destacada por la relación entre precio/calidad. El problema es que no la conocía, así que empecé a investigar de qué se trataba y me llevé una gran sorpresa: el Samsung Galaxy J5 tenía lo mismo que el Xiaomi Redmi 5A, pero costaba $1000 más y el celular de origen asiático contaba con una batería de mejor calidad.

El inconveniente fue que no aparecía en la Tienda Claro y solo se vendía de manera particular, por lo que me vi obligado a buscar en Internet. Luego de contactarme con un vendedor de Alamaula, acordé ir a su local de Floresta este viernes. Y así llegaría el día en que realizaría la compra más turbia de mi vida.

Con persianas bajas y a media cuadra de la Avenida Avellanda, el lugar lucía prácticamente abandonado pese a que los negocios que se encontraban a su lado estaban abiertos y en actividad. —¿De todos los lugares que hay en la Ciudad tuve que elegir este? —pensaba mientras le escribía un mensaje al dueño. —Mi hermana justo se fue a comprar para comer. Ahora vuelve.—respondió, a lo cual le avise que aprovecharía para ir a comer algo hasta que ella regrese.

Después de mirar algunas tiendas de la famosa Av. Avellaneda, comer un superpancho con papas y observar como un megaoperativo de la Policía Metropolitana detenía a 50 vendedores senegaleses en la Plaza Vélez Sarsfield, decidí volver al local, pero aún continuaba con las persianas bajas.

—Golpeá, ya llegó. —me avisó por Whatsapp el dueño. Tras un minuto de espera, una chica abrió la puerta de la persiana y me preguntó qué necesitaba. Le dije que fui por un Xiaomi que encontré en Alamaula. —Espera que atiendo a una clienta y te abro. —dijo agachada mientras miraba para ambos lados de la vereda.

Durante la espera, un joven vestido de ropa deportiva y cabello rapado golpeó la persiana. —¿Habrá venido a comprar un celular?—pensé al verlo esperando de la misma manera en que yo lo hacía, pero fue distinto. Este era un cliente distinto. Un cliente que le dejó un fajón de billetes a la vendedora. ¿Qué clase de negociación habrá sido esa? Jamás lo sabré.

Lo cierto es que una vez que su clienta (una señora corpulenta de unos 50 años) se marchó del lugar vino mi turno. —Disculpa que no pueda hacerte pasar, es una vergüenza. No puedo abrir la persiana porque se trabó ¿Qué modelo estabas buscando?—me preguntó. —El Xiaomi 5A, ese que cuesta $3150 —le indiqué. Cuando fue por el teléfono noté que el local estaba prácticamente vacío, que si bien era una tienda de ropa algunos maniquíes estaban sin prendas. A esta altura, el inconveniente de la persiana parecía un verso más grande que las promesas de la campaña electoral de Mauricio Macri.

En fin... el smartphone se encuentra en perfectas condiciones, tiene una garantía de seis meses, funciona normalmente, ofrece una cámara espectacular y su batería tiene más del 50% a pesar de que ya pasó más de la mitad del día desde que fue encendido. En ese aspecto no me puedo quejar, salvo que como no aceptan débito debí retirar $3000 del cajero. Debe ser el único negocio que no acepta débito, al menos en esa zona. Así se vive una tarde normal en la Ciudad de Buenos Aires.